Origen y evolución del concepto de soberanía

Por Benjamín Romero Ureiro[1]

Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de hombre.

J. J. Rousseau

El presente texto explora de manera breve el origen y la evolución histórica del concepto de soberanía en el siglo XVI y XVII, apoyando nuestra indagación en tres pensadores clásicos de la filosofía política, a saber, Bodin, Hobbes y Locke.

La pregunta más radical sobre la soberanía es aquella que nos conduce a cuestionarnos qué es ella misma. Una primera aproximación nos dice que la palabra soberanía deriva de las expresiones latinas “super” y “omnia” que se traduciría como “estar sobre o por encima de todos”. Una segunda aproximación la tendríamos en la definición aportada por Hinsley: “en principio la idea de soberanía supone la existencia de una autoridad política final y absoluta dentro de la comunidad política”.[2] Esta afirmación revela que la soberanía es entonces una especie de poder supremo dentro de una sociedad históricamente determinada.

Como es de suponer, la soberanía como concepto tiene un uso y una función en la teoría política, pues ha surgido históricamente para fundamentar y dar legitimidad al orden social y político, dando razón de cómo las formas de poder se han reconocido como autoridad en el transcurso de la historia moderna. Ahora bien, los términos poder (potestas) y autoridad (auctoritas) suelen usarse como sinónimos, sin embargo cabe hacer una distinción. El poder es la capacidad que tiene alguien de hacer algo de forma efectiva usando la fuerza y la coacción, es decir, no teniendo necesariamente legitimad ni consenso. Por el contrario, la autoridad es el poder aceptado, reconocido y aprobado por la sociedad, en consecuencia, poder legítimo. La autoridad, es pues, el poder que nace de un contrato o pacto social.[3] Siguiendo esta línea de pensamiento, el concepto de soberanía tendrá que estar asociado a una fuente de poder legitimada por el orden social.

Cuando aún no aparecía históricamente la noción de soberanía, hubo otros conceptos para designar algo equivalente: un ejemplo de esto lo constituye el término imperio,  que aludía al poder supremo detentado por un emperador, el cual prevalecía sobre diversos territorios conquistados. Tal fue el caso del Imperio Romano. Cuando el concepto de soberanía surge como un neologismo, adquiere sin embargo, la connotación de autoridad.

La soberanía no aparece aún en las sociedades pre-estatales. En efecto, el advenimiento del Estado es una condición necesaria para la aparición del concepto de soberanía.[4] Al ser una noción vinculada al surgimiento del Estado, puede sostenerse que “el origen y la historia del concepto de soberanía se hallan estrechamente vinculadas a la naturaleza, origen e historia del Estado»[5], ya que el rasgo por excelencia del Estado es su carácter soberano. Aquí por supuesto, el Estado está entendido como un nuevo orden político post-feudal.[6]Así visto entonces, el surgimiento del Estado origina un cambio radical en la sociedad porque desde su origen, el Estado se configura como un instrumento de poder que cumple los requisitos de un aparato de dominación.  Ahora bien, según Flores Olea hay dos problemas fundamentales con respecto a la soberanía: en primer lugar, determinar su naturaleza (contenido) y en segundo lugar, determinar el sujeto (titular) de la misma como dos aspectos de una misma realidad, es decir, como dos aristas de un mismo problema, a saber, la definición del concepto soberanía.[7]  Desde esta perspectiva, una forma de estudiar la evolución de nuestro concepto sería enfocando la atención hacia el cambio que se operó en el modo de concebir al sujeto de la soberanía. Sí pues, en el devenir histórico se han formulado varios conceptos de la soberanía a los cuales han correspondido distintos titulares. Como se sabe, fue el filósofo político francés Jean Bodín (1530-1596) quien elaboró el primer análisis sistemático de la noción de soberanía, identificando al titular de la misma con el monarca y estableciendo así las bases teóricas del absolutismo. En su obra  “Los seis libros de la república” dice:

Es necesario definir la soberanía, porque, pese a que constituye el tema principal y que requiere ser mejor comprendido al tratar de la república, ningún jurisconsulto ni filósofo político la ha definido todavía.[8]

El concepto de soberanía fue introducido por Jean Bodin para justificar ideológicamente al Estado moderno y, concretamente, al absolutismo monárquico como nueva forma de gobierno.  En consecuencia, Bodin no sólo opone una nueva forma de organización política a la dominante en la Edad Media, sino que construye las bases mismas sobre las que habría de levantarse toda la teoría del Estado de la época moderna[9] en la cual afirma que el monarca es el sujeto de la soberanía y en tanto tal, es la fuente de la potestad y la voluntad supremas. Por ello, la soberanía, para este pensador, es la “summa potestas”; el supremo poder que hace residir en el monarca. En otras palabras, la “summa potestas” no es sino el poder absoluto y perpetuo de una república,[10] lo cual implica el ejercicio de un “recto gobierno de varias familias”[11]que tienen en común el poder soberano. Este debe ser perpetuo: debe ejercerse en todo momento o de manera permanente, como es el caso del príncipe soberano, quien es el propietario y poseedor de la soberanía, es decir, recibe del pueblo el poder absoluto a perpetuidad, puesto que el pueblo se despoja de su poder para darle posesión e investidura al Soberano.[12]

La segunda concepción importante sobre la soberanía la podemos encontrar en el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), quien sostiene que al crear el cuerpo político, los hombres celebran el acuerdo de sumisión:

La vieja teoría iusnaturalista presuponía un doble contrato: aquel en base al cual los hombres acuerdan unirse para regular de común acuerdo su seguridad y conservación –el pactum societatis-; y aquel mediante el cual, después de haber acordado entre sí, transfieren el poder a las manos de un soberano –el pactum subjectionis.[13]

Pues bien, Hobbes suprime el pacto de asociación y reduce el pacto social al de sumisión. Ello conduce a que cuando se forma el Estado, todo el poder se concentra en una persona física individual que se sigue objetivizando en la figura del monarca. En el pacto social hobbesiano, el pueblo cede a un particular (el monarca) el ejercicio y la titularidad de la soberanía. Este mecanismo se conoce como traslatio imperii y consiste en delegar el poder soberano para someterse a un príncipe. Pareciera ser que Hobbes reconoce implícitamente que la soberanía reside originariamente en el pueblo, sólo que éste se despoja de ella para trasladarla a otro sujeto. Finalmente, se concibe al monarca como el titular de la soberanía, es decir, el monarca es el poder y voluntad supremos en la sociedad; la fuente y residencia de todo poder.

La tercera teorización importante sobre la soberanía es la representada por otro filósofo inglés: John Locke (1632-1704). Su idea general de la soberanía es concebida como una concesión de imperio (concessio imperii), esto es, se reconoce que el pueblo es el titular de la soberanía pero se concede su ejercicio al príncipe. Como se sabe, en Locke, a diferencia de Hobbes, el pueblo sigue teniendo la facultad de controlar, vigilar y destituir en todo momento al príncipe. Locke cree que la soberanía es algo que se puede dividir y representar, por eso su pensamiento político constituye la inspiración teórica de lo que posteriormente sería la democracia representativa de corte liberal-burgués. En suma, para Locke, la soberanía reside en el pueblo, pero se concesiona al gobierno (Rey) para que la ejerza y sea el titular de la misma.

Como podemos apreciar, en los tres pensadores que hemos abordado someramente hay la coincidencia de que finalmente, aunque con diferentes matices, la soberanía queda depositada en el monarca. Por ello, no es casualidad que los dos primeros hayan defendido la monarquía absolutista como orden político ideal, mientras que el tercero haya dado un ligero salto para formular la monarquía parlamentaria como forma de gobierno.

En el siglo XVIII surgirá un pensador que desarrollará una nueva concepción sobre la soberanía, cuya tesis central es que ésta reside esencial y originariamente en el pueblo. Además de que no se puede dividir ni representar. Nos referimos al filósofo franco-suizo del siglo de la Ilustración: Juan Jacobo Rousseau (1712-1778). Con el maestro de Ginebra habrá un salto cualitativo en la forma de pensar la soberanía, puesto que el soberano ya no será el monarca sino la comunidad política. La tesis de la soberanía del pueblo será la base para un proyecto de democracia radical (directa y participativa) y el elemento fundamental para proponer la construcción de un nuevo orden socio-político; la república democrática.

El análisis del concepto de soberanía es pertinente y recobra importancia en nuestros días, toda vez que el mundo que se está configurando a nuestros ojos es el llamado mundo multipolar que rompe con la hegemonía casi absoluta de Occidente (léase Estados Unidos y Europa, básicamente) y sobre todo cuando analistas geopolíticos de gran valía como Alfredo Jalime afirman que una de las disputas actuales es la visión que prevalecerá entre globalistas y soberanistas, con respecto a la situación actual de los Estados-Nación, todavía existentes en el panorama internacional.

 

[1] Filósofo por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

[2] F. H. Hinsley. “El concepto de soberanía”. Trad. Fernando Morera y Ángel Alandí. España: Editorial Labor, 1972. p. 29.

[3]Juan Carlos González García. “Diccionario de filosofía”. 2ª ed. Madrid: EDAF, 2004. p. 317.

[4] Hinsley. Op. cit. p. 26.

[5] Idem, p. 10.

[6] Víctor Flores Olea. “Ensayo sobre la soberanía del Estado”. 2ª ed. México: UNAM, 1975. p. 20.

[7] Idem, p. 19.

[8] Jean Bodin. “Los seis libros de la república”. Trad. Pedro Bravo. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1966. p. 141.

[9] Flores Olea. Op. cit. p. 22.

[10] Bodin. Op. cit. p. 141.

[11] Ibidem.

[12] Idem, p.144. (Mayúsculas nuestras).

[13] Lucio Colletti. “La ideología y la sociedad”. Barcelona: Fontanella, 1975. p. 260.

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